domingo, agosto 08, 2010

‘Ladrón atrapado, ladrón quemado’


La sentencia es lapidaria y está en plazas y parques: “Ladrón atrapado, ladrón quemado”.

El más reciente ejemplo de que la advertencia va en serio es la muerte, terrible y dolorosa, de Ángel Molina, un ciudadano de 50 años que el lunes 26 de julio fue secuestrado, llevado a la fuerza a la comunidad Unión Alta, en la parroquia rural de Baños, golpeado y quemado.

La noticia no causó mayor reacción entre los devotos ciudadanos de la Atenas del Ecuador. Fue un caso más que arrancó varios “bien hecho” entre quienes siguieron los detalles en medios locales.

Doce años atrás un crimen similar ocurrió en el cantón Chordeleg: a un sospechoso de ser delincuente –era de “raza negra”, como suelen particularizar ciertos policías y periodistas– le prendieron fuego en la plaza central de la comunidad, próxima al centro cantonal.

El entonces arzobispo de Cuenca, Alberto Luna Tobar, prohibió la celebración de eucaristías en todas las iglesias del sector hasta que aparezcan los culpables. Solo así se llegó a conocer, vía confesionario, hasta quién había prendido el fósforo criminal.

Pero en este caso casi nadie reclamó. Ni la piadosa Iglesia con toda su influencia en las comunidades rurales.

Los detalles del crimen espeluznan: aquella madrugada una moradora de Unión Alta alertó a sus vecinos de robos de cilindros de gas; enardecidos, salieron en busca de los culpables y en su sed de venganza llegaron hasta el centro de Cuenca, a unos doce kilómetros de donde presuntamente se cometió el delito, interceptaron una camioneta y la llevaron, contra la voluntad de su único ocupante, a la comunidad.

Allí golpearon al “sospechoso”. Fueron cerca de dos horas de torturas. Luego lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Terminaba así la vida de un hombre sumido en la infelicidad total: en 1993 Ángel Molina perdió a varios de sus familiares en el desastre de La Josefina; su madre murió arrollada por un vehículo; su esposa se ahogó en un río. Y él murió en el hospital con decenas de golpes y el ochenta por ciento de su cuerpo quemado.

Su culpa –esta conclusión es mía– fue conducir, de madrugada, una camioneta cuyas placas eran de la provincia de El Oro. Hurgando detalles de este hecho, di con un mensaje en la edición digital del diario El Tiempo: “Él es el señor quien me enseñó a trabajar y ahora soy quien soy. Él nunca fue un ladrón ni mucho menos un delincuente, lo confundieron, solo fue chofer de una camioneta que trabajaba haciendo carreras… ¡Descansa en paz tío mío!”.

¿A quién debemos responsabilizar de este crimen atroz cometido en nombre de una recurrente falta de acción de la justicia?

¿Acaso los “bien hecho” que se escucharon en torno al caso tienen justificación en la sensación de inseguridad que atenaza a nerviosos ciudadanos que purgan temores y resentimientos en piras humanas?

¿Debemos permitir que una leve sospecha nos convierta en justicieros ad honórem de las causas que, creemos, nadie se hará cargo?

No proclamo la inocencia inmaculada o la leve culpabilidad de Molina. De eso se encargará –debería encargarse– la Fiscalía. Pero sí exijo respuestas para dudas que hechos como este deja a quienes creemos que la justicia siempre se merece una oportunidad.

Artículo publicado en EL UNIVERSO