Fue una de las pocas cátedras inspiradoras en medio de aquel
viejo y desgastado estilo de educación superior: expresión oral y escrita, y
él, uno de los pocos docentes inspiradores en medio de aquel viejo y desgastado
estilo de profesor universitario: Felipe Aguilar.
Felipe nos hablaba, con solvencia y profundidad, sobre las
razones por las que el español –el castellano– había cambiado tras llegar a
América: los giros locales, lo inexistente en el Viejo Mundo, el seseo, la
aspiración, y un largo etcétera. Y por qué seguía cambiando, incrementando el
vocabulario de ese “español americano”: lo políticamente correcto, el
eufemismo.
Entonces, al ciego empezamos a decirle no vidente,
discapacitado visual, persona con capacidades diferentes. Todo, menos ciego. A
la puta, trabajadora sexual, ramera, prostituta… incrementamos de esta manera
el lenguaje de lo políticamente correcto, según los recatos de una sociedad
cada vez más mojigata.
Entonces, los regodeos de los políticamente correctos ponían
un aire aristocrático a esas reuniones políticamente correctas. Y las palabras,
con sus verdaderas esencias, quedaban para la descalificación de quienes no
eran tan políticamente correctos/tas como ellos/as: ¡puta!
Pasar de esta mojigatería verbal a la miopía moralista es un
problema políticamente incorrecto y humanamente peligroso: ocurrió en una
charla “académica” en una universidad quiteña, en la que se hablaba de la
desaparición de una chica en manos de jovenzuelos que la ultrajaron y
asesinaron. Una de las hipótesis para el nuevo abordaje periodístico del tema
fue “la corresponsabilidad de aquella chica que salió a bailar, bebió y luegose fue con aquellos”. O sea, en jerga políticamente incorrecta: ¡bien hecho,
por puta!
El tema en cuestión, el de coyuntura, es la campaña
propuesta por una concejala quiteña contra la violencia de género, y que
utiliza una escandalosa palabra que empieza con pu y termina en ta. La
discusión de la campaña migró de la promoción de los derechos hacia los límites
de lo moral, de lo políticamente correcto.
El argumento de una detractora de la campaña decía que luego
vendría eso que en otros países llaman “La marcha de las putas”; y de yapa, las
campañas por la despenalización del aborto. Había que cortar por lo sano, y con
la ayuda de las decisiones políticamente correctas del alcalde, las cuatro
vallas que atentaban contra el recato social fueron retiradas.
El Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y
Comunicación (Cordicom), a través de la vocal Paulina Mogrovejo, aportó también
al debate provocado por las cuatro vallas de la ignominia y sus respectivas
cruces rosadas: “Quizá este tipo de campañas tuvo una amplia legitimidad en
otras ciudades del mundo, pero si no hay pertinencia cultural generamos una
reacción contraproducente que solo polariza a la opinión pública”, dijo en una
entrevista con El Telégrafo.
Y mientras pulimos el lenguaje recatado y las buenas
costumbres, en este país siete de cada diez mujeres seguirán recibiendo, en la
intimidad de lo no público, insultos, golpes y hasta sentencias de muerte.
Que el país ha avanzado en derechos, dicen por allí. Pero
con el colofón de este capítulo –la descalificación de la campaña– es evidente
que en la capital no han avanzado en derechos, sino en derechas.
Artículo publicado en EL UNIVERSO
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